I.
Llore. Llore mucho aunque no haya lágrimas y nadie la vea. Llore sin ponerse triste, tírese a la cama un domingo y escriba con detalle todas las veces que las lenguas se tocaron y que las caderas se acompasaron. Llore sin lágrimas y excítese un poco, luego duerma.
II.
Trate de que esos ojos se claven en usted. Trate de que esa boca diga su nombre. Fracase. Sienta pena. No le cuente a nadie, ni a usted misma. Siga sintiendo pena pero siga cometiendo los mismos errores: reduzcase a cenizas. Deje que la pisoteen y paso seguido acuéstese de nuevo en la mitad del camino. Repita muchas, muchas veces. Cuando los huesos estén desechos, ahí sí, llore en voz alta y con el maquillaje corrido. Sea patética -sientase así-.
III.
Llegue a un acuerdo con su dignidad: puede pensarlo y excitarse, pero jamás mirarlo ni hablarle. Arme los muros, y cuando trate de brincarlos, acuérdese del día del maquillaje corrido y cláveselo en el corazón con una estaca. Como un panfleto en la puerta de una iglesia que lleva inscrito un memorial de agravios. No lo olvide, esté atenta, y pelee con usted misma. Luego un día vuelva a ser patética porque no se aguanta más ese negocio íntimo. Explote frente a él. Dígale todo y oblíguelo a que le diga todo. Sientáse tranquila, pero solo por unos días.
IV.
Regrese al ciclo infame del recuerdo, las ganas, la cagada, la frustración. Sientase como una niña desconsolada que quiere algo y no puede tenerlo. Patalee en silencio, baje de peso, cómprese un nuevo tono de labial rojo para disfrazar la fragilidad. Haga que todos le crean. Mientras, siga pataleando, sientase tan ahogada como esa noche cuando despertó aterrorizada por la destrucción inminente de la tierra. Sepa que esta vez no está su madre para abrazarla. Siga ahogada, tomando bocanadas de aire que solo podrá usar para recomenzar el llanto. Un día deje de evocar e imagine. Y vea que nada aparece. Sepa que lo que tiene es un capricho y mire fijamente a la niña que lleva a todas partes. Entienda que esta pataleta también pasará.
V.
Hable de nuevo con el juguete que no es suyo. Acepte que le gusta y que si fuera mutuo no le gustaría más. Acepte que usted se ha convertido en un alimento de su ego. No haga nada que impulse eso, pero tampoco se retuerza contra usted misma si le dan ganas de hacer algo que sabe terminará mal. Vea como de a pocos deja de tirarse sobre el asfalto para que le pasen por encima. A veces recuerde mirar el memorial de agravios clavado con estaca en el templo, pero no por mucho tiempo porque nunca ha sido amiga del rencor. Luego, una noche, mientras lo mira y acepta que es lindo porque tiene muchos lunares, recuerde el final de todas las pataletas que ha tenido en su vida -incluso aquella en la que todo se puso blanco porque le faltó el aire-. Recuerde esos tres suspiros finales, esos gemiditos entrecortados cuando las lagrimas se habían acabado. El pecho inflado, los pulmones llenitos de oxígeno listos para limpiar el sistema sanguíneo. Los ojos hinchados, el cuerpo exhausto, los labios partidos. Pero el suspiro -ese suspiro- que le indicaba que la tormenta había pasado. Mientras le mira ese lunar, sepa que está en medio de ese suspiro. Disfrutelo. Sienta el aire entrar de nuevo a sus pulmones. Piense que hay metáforas que se arman solitas. Y que no hay nada más rico que ahogarse porque no hay nada más rico que salir a flote.