domingo, 20 de noviembre de 2016

(De)construir un capricho

I.
Llore. Llore mucho aunque no haya lágrimas y nadie la vea. Llore sin ponerse triste, tírese a la cama un domingo y escriba con detalle todas las veces que las lenguas se tocaron y que las caderas se acompasaron. Llore sin lágrimas y excítese un poco, luego duerma.

II.
Trate de que esos ojos se claven en usted. Trate de que esa boca diga su nombre. Fracase. Sienta pena. No le cuente a nadie, ni a usted misma. Siga sintiendo pena pero siga cometiendo los mismos errores: reduzcase a cenizas. Deje que la pisoteen y paso seguido acuéstese de nuevo en la mitad del camino. Repita muchas, muchas veces. Cuando los huesos estén desechos, ahí sí, llore en voz alta y con el maquillaje corrido. Sea patética -sientase así-.

III.
Llegue a un acuerdo con su dignidad: puede pensarlo y excitarse, pero jamás mirarlo ni hablarle. Arme los muros, y cuando trate de brincarlos, acuérdese del día del maquillaje corrido y cláveselo en el corazón con una estaca. Como un panfleto en la puerta de una iglesia que lleva inscrito un memorial de agravios. No lo olvide, esté atenta, y pelee con usted misma. Luego un día vuelva a ser patética porque no se aguanta más ese negocio íntimo. Explote frente a él. Dígale todo y oblíguelo a que le diga todo. Sientáse tranquila, pero solo por unos días.

IV.
Regrese al ciclo infame del recuerdo, las ganas, la cagada, la frustración. Sientase como una niña desconsolada que quiere algo y no puede tenerlo. Patalee en silencio, baje de peso, cómprese un nuevo tono de labial rojo para disfrazar la fragilidad. Haga que todos le crean. Mientras, siga pataleando, sientase tan ahogada como esa noche cuando despertó aterrorizada por la destrucción inminente de la tierra. Sepa que esta vez no está su madre para abrazarla. Siga ahogada, tomando bocanadas de aire que solo podrá usar para recomenzar el llanto. Un día deje de evocar e imagine. Y vea que nada aparece. Sepa que lo que tiene es un capricho y mire fijamente a la niña que lleva a todas partes. Entienda que esta pataleta también pasará.

V.
Hable de nuevo con el juguete que no es suyo. Acepte que le gusta y que si fuera mutuo no le gustaría más. Acepte que usted se ha convertido en un alimento de su ego. No haga nada que impulse eso, pero tampoco se retuerza contra usted misma si le dan ganas de hacer algo que sabe terminará mal. Vea como de a pocos deja de tirarse sobre el asfalto para que le pasen por encima. A veces recuerde mirar el memorial de agravios clavado con estaca en el templo, pero no por mucho tiempo porque nunca ha sido amiga del rencor. Luego, una noche, mientras lo mira y acepta que es lindo porque tiene muchos lunares, recuerde el final de todas las pataletas que ha tenido en su vida -incluso aquella en la que todo se puso blanco porque le faltó el aire-. Recuerde esos tres suspiros finales, esos gemiditos entrecortados cuando las lagrimas se habían acabado. El pecho inflado, los pulmones llenitos de oxígeno listos para limpiar el sistema sanguíneo. Los ojos hinchados, el cuerpo exhausto, los labios partidos. Pero el suspiro -ese suspiro- que le indicaba que la tormenta había pasado. Mientras le mira ese lunar, sepa que está en medio de ese suspiro. Disfrutelo. Sienta el aire entrar de nuevo a sus pulmones. Piense que hay metáforas que se arman solitas. Y que no hay nada más rico que ahogarse porque no hay nada más rico que salir a flote.

sábado, 8 de octubre de 2016

El río

Me preguntó qué eran los ríos subterráneos. Entonces supe que mi talento como geóloga emocional había sido, hasta el momento, pura suerte. 

Casi siempre supe ver -aun sin saber que lo veía- el río que corre bajo el paisaje. El sustento de la pose. La ternura bajo la arrogancia, la timidez bajo el intelectual. Pero esta vez no. Esta vez me preguntó qué cosa eran los ríos subterráneos. Y yo no quise responderle. No iba a entender jamás. 

No le dije que en el fondo creo que quienes son racionales no les gusta eso que no entienden y en lo que yo nado tan bien. El océano embravecido, los ríos subterráneos. A veces pienso que quienes no se dejan arrastrar por la marea que llevan dentro solo temen ahogarse en ellos mismos. 

Yo no. 

Yo me ahogo y me asusto, claro, como cualquier otro. Pero sé, siempre sé, que ahogarse lleva a algún puerto. Que al final todo estará bien, que Kavafis e Ítaca son mantra. Y me dejo llevar, me revuelco, me desnudo. Y llego a tierra y camino con un cuerpo magullado y brillante y curtido por agua.

Justo cuando lanzó la pregunta, supe que jamás había pegado la oreja al piso y había escuchado un rumor lejano y magnético. Que no entendía el coraje que se necesita para sumergirse porque nunca lo había hecho. 

Que seguro jamás se había visto anciano dando de comer a la palomas, pensando en todas las veces que hizo lo correcto e ignoró lo que le dictaba el rumor lejano y magnético. 

Y entonces me puse triste. Pero luego ya no: luego me puse a nadar en el río.

sábado, 10 de septiembre de 2016

Sonámbula

Tal vez me gusta tanto dormir porque es la única forma en la que nadie puede reprocharme la creación espontánea de mundos internos, ni la recreación caprichosa del externo. Nadie se atreve a interrumpir el sueño de otros, pero con demasiada frecuencia la gente se siente con el derecho –e incluso, la obligación– de apartarme de mis ensoñaciones diurnas.

Lo hicieron cuando estaba en el vientre de mi madre, porque llevaba siete meses durmiendo y quietecita y ellos tenían ganas de sentirme patear.

Lo hicieron cuando me castigaron porque me solté de la mano de mi abuela y regresé corriendo a la mitad de la Avenida de Las Vegas para rescatar a mi amigo imaginario.

Lo hicieron durante trece años, levantándome para ir al colegio aunque el sol siguiera haciendo pereza.

Lo hacen cada vez que exasperados me preguntan dónde tengo la cabeza.

¿Dónde? no sé.
Nunca lo he sabido.
Nunca me ha interesado saber.

La única certeza que tengo sobre mi cabeza es que para ella no hay placer más divino, no hay posición más erótica ni destino más dulce que contarse historias todo el tiempo. A veces alguna le queda muy bien armada y me la cuenta muchas veces. A veces lo que me pasa es digno de ser masticado y lo repito saboreándole cada detalle. A veces no es suficiente lo que vivo y me lo cuento distinto, añadiendo, acortando, mezclando deseos con hechos.

Mi despiste no es más que creación a destiempo. Son relatos que me narro en vigilia, al almuerzo, a la cena, en la ducha, caminando. Soy yo traicionando y desfigurando recuerdos, soy yo expresando pasiones en silencio.

Por eso, por favor no me odien señores en los carros de la calle 116 que se pararon varios segundos porque yo tenía que agacharme y recoger esa florecita que tengo como separador de libros. Es que venía caminando dormida.



sábado, 20 de agosto de 2016

Amaestrar al lobo debería ser herejía

En el valle entre mis senos deambulan lobos. Tienen los ojos afilados y la boca roja: antes de sangre que los deleitó, hoy de la propia que les cubre el pelaje gris. Siempre se retuercen: de placer o de miedo, de goce o de tristeza. Siempre se retuercen.

No está bien visto llevar lobos adentro. Que eso confunde, que eso no es bueno, que hay que ponerle orden al valle entre los senos. Por eso a veces intento jugar a las medias tintas, al hagámonos pasito, al aquí no pasa nada. Pero no puedo. Algo -un instinto caníbal, un instinto asesino- me obliga a sacar los colmillos para despellejar al otro. Algo -un instinto caníbal, un instinto asesino- me obliga a no tener piedad. Algo me obliga a dejar que el otro me despelleje.

Sé -los lobos me han enseñado- que salir con el cuerpo herido pero con la presa en la boca es la más dulce victoria. Que lo que siento y lo que hago sentir a otros debería asemejarse a un colmillo ensangrentado, a las nauseas infames que llegan antes de escupir el alma. Y es que allí donde habitan los lobos sigue siendo el único lugar en el que escarbar en las entrañas ajenas es una libertad inquebrantable.

Por eso jugar al hagámonos pasito, al crear recuerdos sosos que puedan cubrirse con una bandita de algodón se me hace una traición al caos natural del valle. A los lobos les gustan los recuerdos que puedan lamer y relamer como si fueran heridas enormes. Disfrutan creer que el contacto de su lengua con ellos sirve para sanarlos, aunque sepan que es inútil, que su impulso es estéril.

Sé -los lobos me han enseñado-  que se lamen porque la carne rosada y expuesta es garantía de que la sangre sigue fluyendo. De que siguen vivos. Vivos: atentos. Con los ojos afilados y la boca pintada de rojo. Excitados, asesinos, luego heridos. Vivos: lamiéndose las heridas. Vivos: seguros de que si mueren con la presa en la boca nada habrá sido en vano.

jueves, 23 de junio de 2016

El dique

La vaina es así.

Uno se levanta un día y mientras se prepara el desayuno se da cuenta de que tiene una tristeza goteando dentro. Uno no le para bolas y se come el yogurt con fresas. Casual.

Luego va y trabaja, hace un par de llamadas y tres entrevistas de grandes historias. Pero mientras se toma el tercer cafe del día siente la gotita de tristeza cayendo. No le para bolas y le pone el sobrecito de endulzante al tinto. Casual.

Después se monta en el bus que va repleto y, como siempre, se pone el bolso en el pecho porque no confía en nadie. Habla por teléfono con la hermana y se ríe un poco. La pareja de al lado se da un beso y usted siente como se le escurre la tristeza, pero no le para bolas y le manda su correo a la fuente para que le envíe los documentos que le prometió. Casual.

Pero entonces sin saber cómo, ya son las tres de la mañana y usted no se ha podido dormir. Tiene claro que es por el goteo de adentro. El problema es que, cuando se para a eso de las once para cerrar la canilla de donde salen esas goteritas, se da cuenta de que en realidad brotan de una grieta en un dique de tristeza gigante que se ha venido llenando no sabe a qué horas. Cuando se encuentra con semejante monumento a la contención, retrocede sigilosa con miedo a que se venga abajo. Por eso juega candy crush hasta quedarse dormida. Lo bueno es que al otro día se levantará más tranquila porque porfin entendió la vaina.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Limpieza doméstica

Limpiar suena a una tarea titánica. A baldes de agua y a una mujer arrodillada o parada pero con las manos curtidas y con olor a límpido y a Vel Rosita. Uno piensa en el cepillo, el jabón rey y la mancha de jugo de mora en la camisa nueva, en la basura escurriéndose en la madrugada, las arcadas reprimidas por el olor y los músculos tensionados por el peso que lo jala a uno escaleras abajo.

Pero la verdad es que limpiar, dejar reluciente el hogar y borrar el rastro del tiempo que pasa y cae sobre los muebles en forma de polvo, es mucho más sencillo y mucho menos dramático. Es cuestión de sacudir y barrer una habitación distinta cada día. Es botar el papelito que se ve feo en el escritorio y el cuaderno viejo y el documento enorme de primer semestre. Limpiar -sacar los restos que sobran- es una tarea chiquitica.

Y así mismo con la gente y la vida. 
Son poquitas las veces que uno saca a alguien como saca la basura. 
Son poquitas pero necesarias y hay arcadas y músculos tensionados, pero uno llega a casa y ya no huele mal.
La verdad es que en general, uno saca porque sacude o porque aquella hoja suelta estorba y ya no tiene utilidad. Y cuando menos piensa no hay rastro del pasado y la casa está divina. 
Y es una putada cuando uno es el polvo. Pero bueno, c'est la vie. Ya encontrará uno a alguien que en lugar de botar el papelito lo enmarque y lo cuelgue en la pared. 

lunes, 18 de mayo de 2015

Parir

La Ciudad, 1912

Nací mujer y estuve lista para engendrar criaturas a los nueve años. Cuando le conté, mi mamá se asustó y lloró, no estoy muy segura si de emoción o tristeza. Ella me miró con los ojos aguados y me dijo que yo ya era una mujer, y aunque no entendí muy bien lo que quiso decir, supe que era importante porque el tono que usó fue solemne y secreto.

Ser niña y sangrar no es vergonzoso en primera instancia. Por el contrario, hacer parte de esa organización llamada mujeres y evitar a toda costa que el universo lo supiera era una tarea que llevaba a cabo con gusto. Sangrar era ser especial. Era ser mujer, con tono solemne y lágrimas en los ojos. La pena viene después, cuando la institutriz te explica en voz baja que tu futuro, aunque negro y tortuoso, es natural. Usa la palabra natural con aquel tonito de “qué se le va a hacer, seguimos atados al cuerpo, pero ojalá que no, algún día”.  Las mejillas encendidas y la mirada baja de la maestra explicándome el futuro que yo ya vivía hacía dos años, me hizo entender que no había nada de místico en ser mujer.

Y aun así, sé que nací para engendrar. El cuerpo precoz, las carnes ubicadas en los costados y los pechos señalaron el camino antes de que yo aprendiera a cantar La Marsellesa completa. Así que a los once decidí seguir el sendero trazado para mí por la naturaleza: comencé a gestar vida.

El primero nació muerto. Y el segundo, y el tercero. Todos mis bebés nacen muertos, y yo ya no sé qué hacer. Sé que debería sospechar algo cuando antes de su salida brotan de mí hilos de sangre coagulada y marrón. Es el lodo de mi útero podrido, pero cada vez que aparece me niego a creerlo.

Aunque lo intente, no logro explicar mi fracaso.

Tengo en mí el deseo ferviente y la capacidad para ser madre, pero cada vez que doy a luz salen de mí fetos pálidos y estáticos. Temo a mi destino, no sé qué hacer con esta vocación y este cuerpo que no se corresponden con lo que emerge espontáneamente de mis entrañas. Temo mirar a las Moiras a los ojos para informarles que he fracasado en mi empresa, que mejor me he dedicado a la floricultura y a tocar el piano en mis ratos libres.

Ya he confesado todos mis pecados con el obispo de La Catedral. ¿Dígame usted qué debo hacer, seguir pariendo cadáveres hasta secarme por dentro? ¿Seguir confiando en mi sangre infecunda y traidora? No. Yo nací para engendrar, no para conocer la frustración.

No seré víctima de la resignación que hace verdaderos santos.
No moriré tan virgen y niña como nací.
No terminaré con un par de ovarios perfectos y los ojos hinchados de tanto llorar.
No pereceré sin haberme consagrado en la orden de las mujeres solemnes y secretas, esas que llaman madres.

L. me ha dicho que tiene usted el poder de convocar a Juno, a Cinxia,  a Lucina y a Hera; y a todos los espíritus de mis bebés para darle vida a uno nuevo. El pastor podría condenarme por herejía, pero sé que mis actos están guiados por lo que desde el cielo se me ha asignado.

Le ruego me responda, ¿puede usted hacerme engendrar vida a pesar de mi cuerpo asesino?


Suya,
S.