La Ciudad, 1912
Nací mujer y estuve lista para engendrar
criaturas a los nueve años. Cuando le conté, mi mamá se asustó y lloró, no
estoy muy segura si de emoción o tristeza. Ella me miró con los ojos aguados y
me dijo que yo ya era una mujer, y aunque no entendí muy bien lo que quiso
decir, supe que era importante porque el tono que usó fue solemne y secreto.
Ser niña y sangrar no es vergonzoso en
primera instancia. Por el contrario, hacer parte de esa organización llamada
mujeres y evitar a toda costa que el universo lo supiera era una tarea que
llevaba a cabo con gusto. Sangrar era ser especial. Era ser mujer, con tono
solemne y lágrimas en los ojos. La pena viene después, cuando la institutriz te
explica en voz baja que tu futuro, aunque negro y tortuoso, es natural. Usa la
palabra natural con aquel tonito de “qué se le va a hacer, seguimos atados al
cuerpo, pero ojalá que no, algún día”. Las mejillas encendidas y la mirada baja de la
maestra explicándome el futuro que yo ya vivía hacía dos años, me hizo entender
que no había nada de místico en ser mujer.
Y aun así, sé que nací para engendrar. El
cuerpo precoz, las carnes ubicadas en los costados y los pechos señalaron el
camino antes de que yo aprendiera a cantar La
Marsellesa completa. Así que a los
once decidí seguir el sendero trazado para mí por la naturaleza: comencé a
gestar vida.
El primero nació muerto. Y el segundo, y
el tercero. Todos mis bebés nacen muertos, y yo ya no sé qué hacer. Sé que
debería sospechar algo cuando antes de su salida brotan de mí hilos de sangre
coagulada y marrón. Es el lodo de mi útero podrido, pero cada vez que aparece
me niego a creerlo.
Aunque lo intente, no logro explicar mi
fracaso.
Tengo en mí el deseo ferviente y la
capacidad para ser madre, pero cada vez que doy a luz salen de mí fetos pálidos
y estáticos. Temo a mi destino, no sé qué hacer con esta vocación y este cuerpo
que no se corresponden con lo que emerge espontáneamente de mis entrañas. Temo
mirar a las Moiras a los ojos para informarles que he fracasado en mi empresa,
que mejor me he dedicado a la floricultura y a tocar el piano en mis ratos
libres.
Ya he confesado todos mis pecados con el
obispo de La Catedral. ¿Dígame usted qué debo hacer, seguir pariendo cadáveres
hasta secarme por dentro? ¿Seguir confiando en mi sangre infecunda y traidora?
No. Yo nací para engendrar, no para conocer la frustración.
No seré víctima de la resignación que
hace verdaderos santos.
No moriré tan virgen y niña como nací.
No terminaré con un par de ovarios
perfectos y los ojos hinchados de tanto llorar.
No pereceré sin haberme consagrado en la
orden de las mujeres solemnes y secretas, esas que llaman madres.
L. me ha dicho que tiene usted el poder de convocar a Juno, a Cinxia, a Lucina y a Hera; y a todos los espíritus de
mis bebés para darle vida a uno nuevo. El pastor podría condenarme por herejía,
pero sé que mis actos están guiados por lo que desde el cielo se me ha
asignado.
Le ruego me responda, ¿puede usted
hacerme engendrar vida a pesar de mi cuerpo asesino?
Suya,
S.
S.