Esta modorra perpetua –del cuerpo, no del alma: ella se la
pasa fuera, no sé dónde, pero lejos- no rima con el trajín del día, la
entrevista a noséquién sobre noséqué.
Y es por eso que el deambular del bus al medio día parece
ser el único que se sincroniza con mis pulmones. Yo respiro, él avanza. Mis
parpados pesan más que su armazón de colores.
Va tan rápido que atrás todos nos movemos como si nos zarandeara el
aire. Va tan lento que si voy con alguien terminamos hablando sobre el clima y
en el peor de los casos, sobre el tránsito (que por lo demás se me hace
invisible a esta hora, yo sé que ahí está pero nada más porque lo escucho, la
mirada la tengo fija en la ventana).
Por eso prefiero ir sola en los buses de medio día, para que
mis pulmones se agiten con cada curva, cada esquina, cada semáforo en amarillo.
La voz se encoje, siento como se hace bolita allá en la garganta y me dice,
educada, que no la joda. Toda yo soy
ovillo por dentro y estatua por fuera. Cualquier gasto de energía se me hace
tan trivial en los buses de las doce. Que se muevan ellos, que se mueva el pelo
y el viento, que jueguen ellos. Yo me quedo quieta, supongo que es por el peso
adicional del alma, que se monta en el bus conmigo y cuando me bajo, ella sigue
por su lado. Mejor así, que ella vaya a lo suyo, que se pierda, que al menos
ella se desboque mientras yo hago presentaciones en power point. Que los
estados tan quietos y tan móviles que tengo cuando estamos las dos solas no
cuadran con los informes y las notas, y la edición de la entrevista del
noséquién sobre noséqué.
Porque si mi alma se queda conmigo no voy a terminar nada,
ni a empezar nada. Me voy a quedar en trance, como montada en la silla del bus.
Y que yo sepa, nunca nadie ha construido algo importante arrullado por el
transporte público. Aunque tampoco conozco al primero que haya escrito una obra
maestra tras terminar una tabla de Excel.