jueves, 6 de enero de 2011

Heavy Water

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Soñé que llovía. Despues de cinco días de sol, soñé que llovía de nuevo. Terrible, la verdad sea dicha. Soñé que llovía una lluviecita sosa, de esas cuyas gotas parecen agujitas cayendo del cielo: delgadas y ligeras. Una lluvia suave pero continua. Nada de grandes proporciones.
Y, como ya dije, tras cinco días de soleados, cargados de ese calorcito mortecino de medio día, de esas ganas de no existir siquiera, soñar con una lluvia tenue se convirtió en un ladrillazo en el alma.
Soñé que esa telita gris se filtraba en cada calle de una ciudad sin nombre, en cada esquina, en cada pedazo de asfalto que alguna vez hubiera visto la luz del sol.
Y ahi estaba yo, con el alma y los pies desnudos, inundada por dentro y por fuera, sintiendo como una a una, las agujitas caían en mi cuerpo y me perforaban, de a poquitos, el alma.
Te ví entonces, parado en la mitad de esa niebla líquida, también con los pies (aún no sé si el alma) desnudos. Caminamos juntos, deambulamos por aquellas calles desiertas, sin tocarnos, sin hablar, pero inventando secretamente pajaros y arboles y ríos.
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Luego recordé que todo era un sueño, y a pesar de haberte conocido, a pesar de nuestros secretos prematuros y nuestras revoluciones divinas, preferí el cálido rayo de luz que se filtraba, nada tímido, por mi ventana. Preferí vivir, antes que soñar.
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Y es que, para mí, soñar nunca fue suficiente.