sábado, 20 de agosto de 2016

Amaestrar al lobo debería ser herejía

En el valle entre mis senos deambulan lobos. Tienen los ojos afilados y la boca roja: antes de sangre que los deleitó, hoy de la propia que les cubre el pelaje gris. Siempre se retuercen: de placer o de miedo, de goce o de tristeza. Siempre se retuercen.

No está bien visto llevar lobos adentro. Que eso confunde, que eso no es bueno, que hay que ponerle orden al valle entre los senos. Por eso a veces intento jugar a las medias tintas, al hagámonos pasito, al aquí no pasa nada. Pero no puedo. Algo -un instinto caníbal, un instinto asesino- me obliga a sacar los colmillos para despellejar al otro. Algo -un instinto caníbal, un instinto asesino- me obliga a no tener piedad. Algo me obliga a dejar que el otro me despelleje.

Sé -los lobos me han enseñado- que salir con el cuerpo herido pero con la presa en la boca es la más dulce victoria. Que lo que siento y lo que hago sentir a otros debería asemejarse a un colmillo ensangrentado, a las nauseas infames que llegan antes de escupir el alma. Y es que allí donde habitan los lobos sigue siendo el único lugar en el que escarbar en las entrañas ajenas es una libertad inquebrantable.

Por eso jugar al hagámonos pasito, al crear recuerdos sosos que puedan cubrirse con una bandita de algodón se me hace una traición al caos natural del valle. A los lobos les gustan los recuerdos que puedan lamer y relamer como si fueran heridas enormes. Disfrutan creer que el contacto de su lengua con ellos sirve para sanarlos, aunque sepan que es inútil, que su impulso es estéril.

Sé -los lobos me han enseñado-  que se lamen porque la carne rosada y expuesta es garantía de que la sangre sigue fluyendo. De que siguen vivos. Vivos: atentos. Con los ojos afilados y la boca pintada de rojo. Excitados, asesinos, luego heridos. Vivos: lamiéndose las heridas. Vivos: seguros de que si mueren con la presa en la boca nada habrá sido en vano.