sábado, 12 de septiembre de 2015

Limpieza doméstica

Limpiar suena a una tarea titánica. A baldes de agua y a una mujer arrodillada o parada pero con las manos curtidas y con olor a límpido y a Vel Rosita. Uno piensa en el cepillo, el jabón rey y la mancha de jugo de mora en la camisa nueva, en la basura escurriéndose en la madrugada, las arcadas reprimidas por el olor y los músculos tensionados por el peso que lo jala a uno escaleras abajo.

Pero la verdad es que limpiar, dejar reluciente el hogar y borrar el rastro del tiempo que pasa y cae sobre los muebles en forma de polvo, es mucho más sencillo y mucho menos dramático. Es cuestión de sacudir y barrer una habitación distinta cada día. Es botar el papelito que se ve feo en el escritorio y el cuaderno viejo y el documento enorme de primer semestre. Limpiar -sacar los restos que sobran- es una tarea chiquitica.

Y así mismo con la gente y la vida. 
Son poquitas las veces que uno saca a alguien como saca la basura. 
Son poquitas pero necesarias y hay arcadas y músculos tensionados, pero uno llega a casa y ya no huele mal.
La verdad es que en general, uno saca porque sacude o porque aquella hoja suelta estorba y ya no tiene utilidad. Y cuando menos piensa no hay rastro del pasado y la casa está divina. 
Y es una putada cuando uno es el polvo. Pero bueno, c'est la vie. Ya encontrará uno a alguien que en lugar de botar el papelito lo enmarque y lo cuelgue en la pared. 

lunes, 18 de mayo de 2015

Parir

La Ciudad, 1912

Nací mujer y estuve lista para engendrar criaturas a los nueve años. Cuando le conté, mi mamá se asustó y lloró, no estoy muy segura si de emoción o tristeza. Ella me miró con los ojos aguados y me dijo que yo ya era una mujer, y aunque no entendí muy bien lo que quiso decir, supe que era importante porque el tono que usó fue solemne y secreto.

Ser niña y sangrar no es vergonzoso en primera instancia. Por el contrario, hacer parte de esa organización llamada mujeres y evitar a toda costa que el universo lo supiera era una tarea que llevaba a cabo con gusto. Sangrar era ser especial. Era ser mujer, con tono solemne y lágrimas en los ojos. La pena viene después, cuando la institutriz te explica en voz baja que tu futuro, aunque negro y tortuoso, es natural. Usa la palabra natural con aquel tonito de “qué se le va a hacer, seguimos atados al cuerpo, pero ojalá que no, algún día”.  Las mejillas encendidas y la mirada baja de la maestra explicándome el futuro que yo ya vivía hacía dos años, me hizo entender que no había nada de místico en ser mujer.

Y aun así, sé que nací para engendrar. El cuerpo precoz, las carnes ubicadas en los costados y los pechos señalaron el camino antes de que yo aprendiera a cantar La Marsellesa completa. Así que a los once decidí seguir el sendero trazado para mí por la naturaleza: comencé a gestar vida.

El primero nació muerto. Y el segundo, y el tercero. Todos mis bebés nacen muertos, y yo ya no sé qué hacer. Sé que debería sospechar algo cuando antes de su salida brotan de mí hilos de sangre coagulada y marrón. Es el lodo de mi útero podrido, pero cada vez que aparece me niego a creerlo.

Aunque lo intente, no logro explicar mi fracaso.

Tengo en mí el deseo ferviente y la capacidad para ser madre, pero cada vez que doy a luz salen de mí fetos pálidos y estáticos. Temo a mi destino, no sé qué hacer con esta vocación y este cuerpo que no se corresponden con lo que emerge espontáneamente de mis entrañas. Temo mirar a las Moiras a los ojos para informarles que he fracasado en mi empresa, que mejor me he dedicado a la floricultura y a tocar el piano en mis ratos libres.

Ya he confesado todos mis pecados con el obispo de La Catedral. ¿Dígame usted qué debo hacer, seguir pariendo cadáveres hasta secarme por dentro? ¿Seguir confiando en mi sangre infecunda y traidora? No. Yo nací para engendrar, no para conocer la frustración.

No seré víctima de la resignación que hace verdaderos santos.
No moriré tan virgen y niña como nací.
No terminaré con un par de ovarios perfectos y los ojos hinchados de tanto llorar.
No pereceré sin haberme consagrado en la orden de las mujeres solemnes y secretas, esas que llaman madres.

L. me ha dicho que tiene usted el poder de convocar a Juno, a Cinxia,  a Lucina y a Hera; y a todos los espíritus de mis bebés para darle vida a uno nuevo. El pastor podría condenarme por herejía, pero sé que mis actos están guiados por lo que desde el cielo se me ha asignado.

Le ruego me responda, ¿puede usted hacerme engendrar vida a pesar de mi cuerpo asesino?


Suya,
S. 


lunes, 12 de enero de 2015

Epifanía (con The Cure de fondo y la nariz fría)

Lo más difícil siempre será desaprender. Por ahí leí que "querer a alguien es aprendérselo un poquito". Es recordar a qué le huele el pelo, cómo combina la ropa (con qué pantalón va la camisa roja y con qué zapatos el busito gris), cómo son los pasos, qué velocidad tienen, su cadencia. Es aprender a darle besos y calcular, aun cuando ausentes, el tamaño y la presión exacta de esas manos en la cintura.

Querer a alguien es aprendérselo un poquito, dejar de hacerlo es fingir que uno puede ignorar lo que ya ni siquiera se piensa de manera consciente. Es pretender que no se conoce, que no se ha visto un lugar, que nunca se ha pasado por allí. Es como si borrar las fotos de la cámara bastara para deshacer el viaje.

Eventualmente uno se acostumbra a saberse un montón de gente y nunca jamás volver a usar ese conocimiento para algo más allá del recuerdo.

Uno se acostumbra a no oler más pelo que el de uno.
A no recordar combinaciones de ropa distintas a las propias.
A no calcular si ese que viene allá es él, para hacerse el que lee muy concentrado y bello.
No.
Uno se acostumbra, y se aprende, otros besos, más o menos húmedos, más o menos rápidos, más o menos constantes.
Uno ajusta su cintura a faldas y pantalones nuevos. Y tiempo después, a otra decena de dedos.

Son conocimientos guardados en el mismo cajoncito amable donde están metidas las partes de una flor, la historia de los fenicios o las guerras del Peloponeso (aunque hay quienes los guardan en el mismo cajón de las divisiones de dos cifras, o de la anécdota de la serpiente que se quería comer al dueño: cajoncito que uno quisiera suprimir).

Inutilizable pero imposible de olvidar.
Aprendido, aprehendido, interiorizado. Parte de uno.

Supongo que en estos términos el amor -todo amor- sí dura para siempre.
Pero yo no sé. Yo aprendo.