La bruja de mis costillas sabe que me molestan esas supersticiones suyas. Sabe que no creo que la suerte sea aprehensible, que lo aleatorio pueda ser previsto. Pero después de tantos años de tenerla en el cuerpo, a veces me hago la dormida cuando ella sale a mirar el cielo y escucho de lejitos lo que tiene para decirme. Lo dice en murmullos, como arrullando a alguien. Pero yo la entiendo como si me estuviera gritando, como si me estuviera grabando en la carne esas predicciones suyas. Casi nunca le hago caso. Casi siempre me equivoco. "Pero soy humana", le digo, "Para eso vine al mundo, para no saber qué hacer". Ella se molesta y me empieza a arañar el corazón, que es el órgano que más cerquita le queda, como a cinco dedos de distancia. También le da por ampliar la casa, y me hace nudos en la panza para que no coma y la distancia entre costillas sea más grande. A mí me da rabia y me hago la que aquínopasónada. Pero ella es es una bruja y lo sabe todo. El problema de lidiar con gente que hace pactos con el diablo.
No sé porqué decidió quedarse en un cuerpo tan convencido de su propia mortalidad. Tal vez por eso mismo, para contrarrestar tanta intrascendencia. Esos signos etéreos que ella transforma en pasados, presentes y futuros a veces me impulsan a tomar decisiones muy reales, así sean las contrarias a las que me recomiendan los astros y las motas de polvo de mi piso sin barrer. Ella se queja, yo me hago la fuerte. Aquí pasó de todo, como siempre. Pero aquí no pasó nada, sigamos. Y entonces ella vuelve a calmarse y a no salir tan seguido, hasta que pasa otra nube que necesita ser descifrada. Y así nos pasamos la vida entera.
A veces no sé si nos queremos o nos odiamos. Poquito nos importa, porque sabemos que estamos condenadas una a la otra hasta que mis huesos ya no existan y ella se quede sin hogar.