lunes, 14 de mayo de 2012

Good night, travel well.

Al regresar se sintió como una extraña, como si nunca hubiera estado allí, como si fuera una Eva que han arrojado del paraíso, su paraíso: su cuerpo. En la noche, ya en la cama, él intentó besar su pelo, sus ojos. Ella simplemente se quedaba como muerta, y él se sentía incomodo, como necrófilo, así que prefería dejarlo todo y dormir. Ella por su parte lloraba en silencio, esperando volver a sentir algo diferente a ese nudo que mataba a todas su palabras y suspiros y flores. Así pasaron los siguientes días, las siguientes semanas y meses. Ella como muerta al pasear a su lado por los jardines de la ciudad, él como loco, aún trazando palabras en su piel cuando ella dormía o escribía en sus pensamientos una carta a su silencio, diciéndole que se fuera de vacaciones, que por favor no volviera más, que abandonara su garganta y le permitiera hablar de nuevo, que dejara de tragarse las palabras que su novio trazaba a escondidas, pero que ni esas manos inmóviles ni esos ojos brillantes y tristes no podían disimular, esos ojos color vino tinto, mazana de carnaval, del color de marte, de la luna en esas llanura lejanas.

Eran tiempos difíciles.

Y la tristeza se convirtió en soledad, la soledad en rabia y la rabia en odio, odio que no tardó en salir en forma de miradas, de rasguños y de golpes, golpes que yo sabía eran palabras, golpes que él recibía sin mostrar resistencia, hasta que ese odio volvía de nuevo a ser tristeza y los golpes cesan y se convierten en lágrimas que él abraza con ternura y que intento convertir en palabras pero no puedo, y la casa conserva su estado de silencio asesino.

Fueron salvajes.
Sin pudores ni límites.

¿Cuanto tiempo hacía ya que no se querían tanto?
Hicieron todo lo que quisieron, se dijeron todo lo que no se habían dicho en mucho tiempo. Él besó sus labios, y su cuello y más abajo, pero regresaba a sus ellos, siempre más dulces que cualquier cosa en el mundo. Ella besó su cuerpo lentamente, lo acarició como si así las cicatrices pudieran irse. Se mostraron el uno al otro como siempre habían sido, dos seres frágiles y asustados, con pequeñas heridas ahí dentro, y sus besos no solo fueron de bocas, también se besaron el alma, se acariciaron las heridas y lloraron, lloraron porque habían regresado, porque de nuevo él era Antoine y ella Ariadne y de nuevo eran dos amantes en un pisito en París.

Y de nuevo sentarse al lado del río fue una excusa más para filosofar, y pasear por los jardines una excusa para jugar, y vivir fue nuevamente una excusa para amarse.

Eran tiempos hermosos.