sábado, 13 de septiembre de 2014

Diatriba a Graham Bell

La culpa es de las patentes.

Sé que si en lugar de su sonoro apelativo el teléfono hubiera quedado con el nombre elegido por su verdadero progenitor, la historia sería otra y yo no tendría porqué explicar mi aversión a este aparatejo.

Teletrófono.

Suena a engendro, ¿no? suena a un dinosaurio tontico y enfermo, verdeviscozo, rígido y compacto.
Suena a que por nada del mundo pondría mis manos sobre un teletrófono. Con ese nombre, el invento estaba destinado al fracaso.

Pero el ingenioso Graham Bell le quitó una sílaba y le dio la sonoridad que merecía tan prodigiosa creación.

Teléfono.

Elegante, simple, sencillo. Las damiselas hablan por teléfono, los caballeros tienen uno en su sala, ¡teléfono, teléfono! maravilloso escuchar voces incorpóreas. El futuro está llamando, madame, ¿quiere que le diga que está usted en casa?

Pues no. Dígale que salí.

Dígale que no me interesa una voz sin rostro, una voz sin boca y sin lengua para besar. Dígale que prefiero unos dedos juguetones que se mueven sobre teclas o alrededor de un lápiz que me escribe.
Dígale que para qué quiero una jodida voz que me distrae, que no me deja hacer nada más, pero que al mismo tiempo no me ofrece tanto como un cuerpo completo.
Dígale que para qué quiero la pérdida de privacidad que implica hablar con el ausente, sin estar con él en realidad. Pregúntele que quién le da el derecho de perturbarme el silencio.
Dígale al futuro que yo sé el verdadero nombre de su intermediario y que es tan disonante como el
riiiiiiiiiiing
              riiiiiiiiiing
                          riiiiiiiiiiiiiing pataletoso que anuncia su llegada.

O la pataletosa seré yo. Demás que sí. Pero no me importa. Los teletrófonos me atrofian, ¿o será que nací atrofiada para ellos?

Ojalá el Mr Watson no hubiera ido cuando Alexander lo llamó por primera vez en la historia y le dijo "Mr. Watson, come here, I need you".