sábado, 10 de septiembre de 2016

Sonámbula

Tal vez me gusta tanto dormir porque es la única forma en la que nadie puede reprocharme la creación espontánea de mundos internos, ni la recreación caprichosa del externo. Nadie se atreve a interrumpir el sueño de otros, pero con demasiada frecuencia la gente se siente con el derecho –e incluso, la obligación– de apartarme de mis ensoñaciones diurnas.

Lo hicieron cuando estaba en el vientre de mi madre, porque llevaba siete meses durmiendo y quietecita y ellos tenían ganas de sentirme patear.

Lo hicieron cuando me castigaron porque me solté de la mano de mi abuela y regresé corriendo a la mitad de la Avenida de Las Vegas para rescatar a mi amigo imaginario.

Lo hicieron durante trece años, levantándome para ir al colegio aunque el sol siguiera haciendo pereza.

Lo hacen cada vez que exasperados me preguntan dónde tengo la cabeza.

¿Dónde? no sé.
Nunca lo he sabido.
Nunca me ha interesado saber.

La única certeza que tengo sobre mi cabeza es que para ella no hay placer más divino, no hay posición más erótica ni destino más dulce que contarse historias todo el tiempo. A veces alguna le queda muy bien armada y me la cuenta muchas veces. A veces lo que me pasa es digno de ser masticado y lo repito saboreándole cada detalle. A veces no es suficiente lo que vivo y me lo cuento distinto, añadiendo, acortando, mezclando deseos con hechos.

Mi despiste no es más que creación a destiempo. Son relatos que me narro en vigilia, al almuerzo, a la cena, en la ducha, caminando. Soy yo traicionando y desfigurando recuerdos, soy yo expresando pasiones en silencio.

Por eso, por favor no me odien señores en los carros de la calle 116 que se pararon varios segundos porque yo tenía que agacharme y recoger esa florecita que tengo como separador de libros. Es que venía caminando dormida.