lunes, 12 de enero de 2015

Epifanía (con The Cure de fondo y la nariz fría)

Lo más difícil siempre será desaprender. Por ahí leí que "querer a alguien es aprendérselo un poquito". Es recordar a qué le huele el pelo, cómo combina la ropa (con qué pantalón va la camisa roja y con qué zapatos el busito gris), cómo son los pasos, qué velocidad tienen, su cadencia. Es aprender a darle besos y calcular, aun cuando ausentes, el tamaño y la presión exacta de esas manos en la cintura.

Querer a alguien es aprendérselo un poquito, dejar de hacerlo es fingir que uno puede ignorar lo que ya ni siquiera se piensa de manera consciente. Es pretender que no se conoce, que no se ha visto un lugar, que nunca se ha pasado por allí. Es como si borrar las fotos de la cámara bastara para deshacer el viaje.

Eventualmente uno se acostumbra a saberse un montón de gente y nunca jamás volver a usar ese conocimiento para algo más allá del recuerdo.

Uno se acostumbra a no oler más pelo que el de uno.
A no recordar combinaciones de ropa distintas a las propias.
A no calcular si ese que viene allá es él, para hacerse el que lee muy concentrado y bello.
No.
Uno se acostumbra, y se aprende, otros besos, más o menos húmedos, más o menos rápidos, más o menos constantes.
Uno ajusta su cintura a faldas y pantalones nuevos. Y tiempo después, a otra decena de dedos.

Son conocimientos guardados en el mismo cajoncito amable donde están metidas las partes de una flor, la historia de los fenicios o las guerras del Peloponeso (aunque hay quienes los guardan en el mismo cajón de las divisiones de dos cifras, o de la anécdota de la serpiente que se quería comer al dueño: cajoncito que uno quisiera suprimir).

Inutilizable pero imposible de olvidar.
Aprendido, aprehendido, interiorizado. Parte de uno.

Supongo que en estos términos el amor -todo amor- sí dura para siempre.
Pero yo no sé. Yo aprendo.