lunes, 18 de mayo de 2015

Parir

La Ciudad, 1912

Nací mujer y estuve lista para engendrar criaturas a los nueve años. Cuando le conté, mi mamá se asustó y lloró, no estoy muy segura si de emoción o tristeza. Ella me miró con los ojos aguados y me dijo que yo ya era una mujer, y aunque no entendí muy bien lo que quiso decir, supe que era importante porque el tono que usó fue solemne y secreto.

Ser niña y sangrar no es vergonzoso en primera instancia. Por el contrario, hacer parte de esa organización llamada mujeres y evitar a toda costa que el universo lo supiera era una tarea que llevaba a cabo con gusto. Sangrar era ser especial. Era ser mujer, con tono solemne y lágrimas en los ojos. La pena viene después, cuando la institutriz te explica en voz baja que tu futuro, aunque negro y tortuoso, es natural. Usa la palabra natural con aquel tonito de “qué se le va a hacer, seguimos atados al cuerpo, pero ojalá que no, algún día”.  Las mejillas encendidas y la mirada baja de la maestra explicándome el futuro que yo ya vivía hacía dos años, me hizo entender que no había nada de místico en ser mujer.

Y aun así, sé que nací para engendrar. El cuerpo precoz, las carnes ubicadas en los costados y los pechos señalaron el camino antes de que yo aprendiera a cantar La Marsellesa completa. Así que a los once decidí seguir el sendero trazado para mí por la naturaleza: comencé a gestar vida.

El primero nació muerto. Y el segundo, y el tercero. Todos mis bebés nacen muertos, y yo ya no sé qué hacer. Sé que debería sospechar algo cuando antes de su salida brotan de mí hilos de sangre coagulada y marrón. Es el lodo de mi útero podrido, pero cada vez que aparece me niego a creerlo.

Aunque lo intente, no logro explicar mi fracaso.

Tengo en mí el deseo ferviente y la capacidad para ser madre, pero cada vez que doy a luz salen de mí fetos pálidos y estáticos. Temo a mi destino, no sé qué hacer con esta vocación y este cuerpo que no se corresponden con lo que emerge espontáneamente de mis entrañas. Temo mirar a las Moiras a los ojos para informarles que he fracasado en mi empresa, que mejor me he dedicado a la floricultura y a tocar el piano en mis ratos libres.

Ya he confesado todos mis pecados con el obispo de La Catedral. ¿Dígame usted qué debo hacer, seguir pariendo cadáveres hasta secarme por dentro? ¿Seguir confiando en mi sangre infecunda y traidora? No. Yo nací para engendrar, no para conocer la frustración.

No seré víctima de la resignación que hace verdaderos santos.
No moriré tan virgen y niña como nací.
No terminaré con un par de ovarios perfectos y los ojos hinchados de tanto llorar.
No pereceré sin haberme consagrado en la orden de las mujeres solemnes y secretas, esas que llaman madres.

L. me ha dicho que tiene usted el poder de convocar a Juno, a Cinxia,  a Lucina y a Hera; y a todos los espíritus de mis bebés para darle vida a uno nuevo. El pastor podría condenarme por herejía, pero sé que mis actos están guiados por lo que desde el cielo se me ha asignado.

Le ruego me responda, ¿puede usted hacerme engendrar vida a pesar de mi cuerpo asesino?


Suya,
S.