sábado, 8 de octubre de 2016

El río

Me preguntó qué eran los ríos subterráneos. Entonces supe que mi talento como geóloga emocional había sido, hasta el momento, pura suerte. 

Casi siempre supe ver -aun sin saber que lo veía- el río que corre bajo el paisaje. El sustento de la pose. La ternura bajo la arrogancia, la timidez bajo el intelectual. Pero esta vez no. Esta vez me preguntó qué cosa eran los ríos subterráneos. Y yo no quise responderle. No iba a entender jamás. 

No le dije que en el fondo creo que quienes son racionales no les gusta eso que no entienden y en lo que yo nado tan bien. El océano embravecido, los ríos subterráneos. A veces pienso que quienes no se dejan arrastrar por la marea que llevan dentro solo temen ahogarse en ellos mismos. 

Yo no. 

Yo me ahogo y me asusto, claro, como cualquier otro. Pero sé, siempre sé, que ahogarse lleva a algún puerto. Que al final todo estará bien, que Kavafis e Ítaca son mantra. Y me dejo llevar, me revuelco, me desnudo. Y llego a tierra y camino con un cuerpo magullado y brillante y curtido por agua.

Justo cuando lanzó la pregunta, supe que jamás había pegado la oreja al piso y había escuchado un rumor lejano y magnético. Que no entendía el coraje que se necesita para sumergirse porque nunca lo había hecho. 

Que seguro jamás se había visto anciano dando de comer a la palomas, pensando en todas las veces que hizo lo correcto e ignoró lo que le dictaba el rumor lejano y magnético. 

Y entonces me puse triste. Pero luego ya no: luego me puse a nadar en el río.

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