miércoles, 28 de mayo de 2014

Señor Enterrador

Decir que Cortázar debe revolcarse en su tumba cuando usted nos hace leerlo es quedarse en lo obvio. Cada que lo veo sentado allá arriba, con su sillita y su vaso de agua que nadie más puede tocar, siento que mientras el gaucho afrancesado juega rayuela en las tumbas del cementerio de palabras, usted es el maldito administrador del asunto. ¿Cómo quiere el entierro? ¿246, o 245 flores? ¿ataúd en en gris rata, o en gris de mi pelo? Se relame usted con la muerte de las palabras.

Su voz, formol.
Sus ojos, hornos crematorios.
Su lengua, la pala que cava contenta tumbas profundas.

A veces me pregunto si con fines estrictamente comerciales, no será cómplice en los asesinatos. Usted sabe, como administrador de cementerios le conviene una alta taza de mortalidad. Por eso me pregunto si no incentivará palabras rimbombantes que se ahoguen sobre su propio peso, ridículas cacerías de matrimonios prohibidos, silencio espectral cada que hace una intervención desde su escritorio.

Me gusta imaginarme entonces que cuando las palabras salen de su boca con el ritmo de un moribundo, Cortázar pierde la cabeza y se le vuela la piedra, deja el juego en el número 11 antes de llegar al cielo y pega el grito allí mismo "¡maldito viejo anquilosado! ¡aprenda a jugar!" Pero como usted no lo escucha, más bien el Gaucho gigante se dedica a tallar en todas las lápidas el siguiente epitafio:

Crear las reglas no es convertir el juego en trabajo, señor enterrador.

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